19.9.11

Nadie puede dejar de ser quien es...

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            —Llegamos demasiado tarde a la vida de los hombres que amamos. ¿Cómo podemos saber qué hicieron antes de conocernos?—razonaba ella.

            Mi madre decía que las mujeres se equivocaban al creer que podían enseñar a los hombres a empezar junto a ellas una nueva vida. Esto no era posible, porque nadie podía separarse de su pasado.

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 Morimos en las palabras que no llegamos a pronunciar, morimos en la tristeza de los que pierden la vida esperándolas. Las palabras que habrían podido ayudarles, y que no llegamos a pronunciar nunca, son el único pecado que no nos será perdonado.

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 Ninguna vida se basta a sí    misma, y   necesitamos las vidas y los sueños de los demás para completarnos.

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  me dijo algo que no he olvidado, que deberíamos aprender a mirar las cosas con unos ojos así, los ojos con que las mirarían los muertos que amamos si pudieran volver al mundo.

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 Me di cuenta de que estaba sola y necesitaba de aquello para seguir viviendo, pues no podemos vivir sin esperanza. Llaman a la puerta, y corremos a abrirla; escuchamos el sonido del teléfono y lo descolgamos llenos de ansiedad.

 

            Siempre confiamos en que alguien nos hable, que vengan a visitarnos los que nos gustan.

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 Creo que fue la primera vez que sentí el peso de todo lo que se transforma en pasado, de lo que se va de tus manos y sabes que no volverás a tener.

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  La vida era un río y nosotros íbamos en una barca quela corriente se llevaba. No podía detenerse, no podíamos hacerla regresar.

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            —No conocemos a nadie, y mucho menos a las personas que amamos —decía mi madre—. El amor nos hace pensar que son como nosotras queremos, pero esto no es cierto. Es el miedo a la soledad lo que nos confunde.

            No nos cansamos de que nos hablen de los que amamos, no nos cansamos de escuchar lo que nos cuentan de ellos, aunque sepamos que son mentiras.  

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  ¡Qué fácilmente olvidan los niños! Alguien se ahorca en un árbol y, unos días después, ya andan subidos a sus ramas ajenos a la desgracia. Son ellos los que ofrecen a la vidala inocencia y el olvido que precisa para continuar. Y eso hacías tú conmigo. No te separabas ni un momento de mí y me ayudabas a sobrellevar mis penas. Pero no puedes ni imaginarte lo rápido que crecen los niños. Los tienes contigo y un buen día, cuando vas a darles el beso de cada noche, descubres que hay un muchacho o una muchacha en su cama.

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Eso fue lo que me dijo: que el amor era tener las manos vacías.
 
Libro: La carta cerrada  (Gustavo Martin Garzo)