30.12.10

Nadie espera

"Las casas se mueren si nadie las habita, y también las personas". Kirmen Uribe




Los silencios crecen. La soledad se expande. El frío enraíza. Las zarzas avanzan. Los caminos se borrar. Todo se convierte en nada. Y después de la nada sólo hay, si lo hay, un precipicio: el punto final

21.12.10

El tiempo mientras tanto

La mujer que va a morir no mueve ni un músculo. No parece triste ni tampoco alegre. Su amiga Marga le da lo mismo porque le queda poco tiempo. Quizá no se dé cuenta. O quizá sí. Quizá note que cada día es como una despedida, que cada noche se convierte en una batalla ganada. O perdida. Tal vez tenga ganas de terminar. Quién sabe. Alguna vez, antes, cuando la vida ya era una resta, cuando ya estaba perdiendo la pelea contra la muerte pero no se daba cuenta, había hablado de cómo sería, palmarla, decían, palmarla y no morir, como para quitarle gravedad al hecho de dejar la vida. Si estaba con otras personas siempre recurría a lo mismo, lo típico, que estamos de paso, que no tiene tanta importancia, que todos nacemos y todos morimos, que esto no es más que una cuenta atrás, que la vida no es más que un rato, cuatro días al fin y al cabo, que lo importante no era cuánto, sino cómo.

Pero si estaba sola, si se lo preguntaba estando sola, al instante se arrepentía de haberse formulado la pregunta, porque en realidad no le importaba qué era estar muerta, sino la certeza de la respuesta: lo poco que queda después, lo pequeño que es el hueco que dejamos, y esa marca, tan leve, tan efímera. Ella sabía que recordamos poco tiempo a los que se van. Lo único eterno son los genes. Lo oyó en la radio, y pensó que era verdad, que nuestro recuerdo no nos sobrevive tanto como nos gustaría y que lo indeleble de nuestra huella pasa desapercibido.

 Libro: El tiempo mientras tanto. Carmen Amoraga

10.12.10

Siempre


Me hablaba de volver a esa tierra que de tanto añorarla, se ha convertido en su paraíso perdido. Lo hacía pausadamente como quien se recrea saboreando los recuerdos. Se le iluminaban los ojos imaginando un futuro, mejor próximo que lejano, en ese rincón tan soñado. La ilusión modulaba su voz, y parecía arrastrarle del pasado al presente con la misma facilidad que la fuerza centrifuga hacía girar aquella  comba de su infancia a la puerta de la escuela.
Volvía a aquel entonces, desempolvando los recuerdos y los  iba colocando con mucho mimo sobre el tapete de aquella mesa como si fuesen las casillas del juego de la oca, e iba lanzando un dado imaginario que le llevaba de  una anécdota a otra, arrastrada por la corriente en algunos casos y en otros, saltaba de una historia a otra, como si fuese caído en una oca.
Conjugaba pretéritos perfectos y lanzaba al aire algunos condicionales que marcaban el camino que esperaba trazar. Continuaba hablando sin parar, como si temiese que si se detenía, ese mundo desaparecería y no tendría donde ir.  Vivía. Vive para volver. Volver. Volver. Siempre volver… ¡cómo si alguna vez se hubiese acabado de ir de allí!