Nacemos y empezamos a perseguir héroes. Aquellas inocentes miradas buscaban alguien a quien admirar y colocar en un pedestal; alguien que fuese invencible y les respondiese a los cientos de preguntas que se agolpaban en su curiosa cabeza. Necesitábamos un modelo en el cual nos pudiésemos ver reflejados pasado el tiempo. Nuestros héroes fueron cambiando según fuimos creciendo. Fueron muñecos de nieve que se deshicieron con los primeros rayos de sol. Bajaron del podio en el que les habíamos puesto, y empezamos a mirarlos de frente.
Aprendimos que sus palabras no son leyes, y que su opinión era tan válida como la nuestra. Dejaron de ser invencibles y descubrimos que cometían errores. Vimos lágrimas de dolor recorriendo sus mejillas y, otras veces, el brillo de la felicidad en sus ojos. La primavera de nuestra adolescencia les mostró más humanos.
La historia pareció rescribirse y dejamos que el caballero que tantas veces nos rescató se apease de su caballo y se quitase esa armadura que sólo existió en nuestra imaginación.
Hemos crecido, pero seguimos admirando a seres y cosas que tienen algo que les hace brillar con luz propia. A veces ni siquiera encontramos esas palabras que definan las extraordinarias sensaciones que nos producen. La naturaleza nos sorprende cada instante. Las personas también. Pero sorprender no siempre es admirar.
Algunos admiramos la sencillez de las cosas. A los a los que luchan y persiguen sus sueños. A aquellos que aman su historia y sus orígenes. A los que pintan con las manos y las palabras. A los que nos enseñan cuando hablan o cuando nos acompañan en silencio. A los que se dejan seducir por la vida...