Es en días como éstos, cuando mis pasos se pierden entre tierras de barbecho y otras llanuras recién cosechadas, cuando soy más consciente que nunca de que frente a mi tengo un presente que se cocina sin aroma de futuro. El cielo gira por estas tierras, pero la mayoría de ellas desaparecerán a la par que se borra de la memoria de un anciano sus vivencias e historias. Caminan hacia un futuro que no existe, al menos como lo entienden algunos.
Hemos renunciado a la tierra o, quizás, sea más justo decir que la hemos despreciado. Es la herencia de nuestros antepasados, la amante a la que mimaron de sol a sol, a la que conquistaron con el sudor de su frente, y acariciaron con sus manos endurecidas por la vida.
Es en momentos como éste, cuando la noche se vuelve silencio, sin coches ni polución que nos impidan ver las estrellas mientras escuchamos el canto de algún grillo cuando uno siente en la piel y en el alma que uno es un espectador de excepción en esta última representación de un modo de vida, de un modo de sentir la tierra que nunca aparecerá en los libros.
Cuando la noche avanza, si uno escucha atentamente se puede oír a esa amante rechazada que llora su desgracia por las esquinas, y uno se siente como un miserable traidor por no correr a su encuentro, a sus brazos y decirle al oído que la queremos más que nuestra vida, que la llevamos allí donde vamos…