23.10.05

Rural

Otro día de lluvia se asoma a los cristales por donde la vida se cuela entre la persiana. Las tierras siguen mostrando su color rojo, mientras los chopos que marcan el discurrir del río, empiezan a desnudarse de sus vestimentas amarillas. La tormenta oscurece todo, incluso la mirada de esos ancianos que ven la vida pasar, desde la mesa camilla de sus casas, con el brasero encendido. Algunos no sobrevivirán al invierno, otros se irán en busca de algún clima más cálido. Sólo los valientes, o los cobardes, según se mire, serán los que sigan aquí dentro unos meses. Los pueblos pequeños parecen condenados a morir. Cuando oigo hablar a los ancianos, siento que son los únicos que nunca se irán, que son los únicos incondicionales de ese amor por la tierra que les vio nacer. Los últimos que han saboreado la vida en un lugar, que parece caminar hacia la nada. Cuando ellos emprendan el viaje eterno, se llevarán en su maleta imágenes y recuerdos que sólo ellos supieron atrapar, momentos históricos que no aparecerán en los libros de historia, porque a la mayoría no interesan. La tierra ya no es lo que era, y el amor a ella se ha vuelto mercenario. Desgraciadamente, el mundo rural agoniza

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