Acepté aquel maldito trabajo a regañadientes, porque no tenía otra opción. Estaba entre la espada y la pared. No podía permitirme el lujo de alargar el moribundo ritmo de una economía de supervivencia que a duras penas conseguía acallar esos molestos e inoportunos ruidos de mi intestino. La suerte estaba echada, el contrato firmado y la maleta esperando para ser cerrada. Y sin embargo, aún rondaban por mi cabeza las dudas y los miedos. Tenía la sensación de ser un mercenario condenado a un destierro obligado.
En la despedida, mi madre me había recordado que no siempre fui un urbanita, que hubo un tiempo en el que disfruté de lugares sin contaminación acústica, sin el tráfico infernal que ahora me rodeaba.
Sólo serán nueve meses, -me recordaba-, como si al repetírmelo buscase autoconvencerme e incluso ilusionarme por un trabajo que jamás me hubiese planteado aceptar en otras circunstancias. No había otra opción. Continuar en las listas del paro, era un castigo para alguien acostumbrado a no parar, a enlazar un trabajo con otro, a soñar construyendo, aunque ahora nadie necesitase de mis servicios…. al menos hasta que alguien se puso en contacto conmigo, como respuesta a mi interés (más bien desesperación) por aquella oferta de empleo.
Las enhorabuenas iniciales que recibí cuando anunciaba mi vuelta al mundo laboral activo, dejaban paso al cabo de uno segundos a otras menos efusivas, más de compromiso, cuando les intentaba explicar en qué consistiría un trabajo que ni siquiera yo sabía qué era exactamente. Sólo mi abuela, atrapada desde hacía unos años, en un mundo sin recuerdos ni sonrisas, recibió la noticia con una enorme que no desapareció de su cara en varios días….
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